La inclusión es un concepto que surge en la década de los 90 como alternativa a la integración escolar. La escuela inclusiva supone la culminación de un camino ascendente en el paradigma de la atención a las personas con discapacidad.
El termino integración, muy válido en otros momentos de la historia de la educación, supone el reconocimiento de una situación de segregación de la persona que debe ser integrada, mientras que la inclusión supone el reconocimiento de la igualdad plena. Incluir supone el reconocimiento pleno de los derechos y libertades individuales de las personas, la necesidad de considerar que las comunidades son la base de cualquier aprendizaje y que la educación sólo adquiere su verdadera dimensión si tiene lugar en relación con otras personas y en los mismos contextos para todos.
La escuela inclusiva es el planteamiento educativo aceptado actualmente en la mayoría de los países para atender al alumnado que presenta necesidades educativas especiales desde su consideración de seres humanos con los mismos derechos que sus iguales. Pensar en educación inclusiva supone asumir el reto de una educación de calidad, única, equitativa e igualitaria para todo el alumnado y, a su vez, establecer nuevas prácticas profesionales, curriculares, organizativas y estructurales que respondan de manera ajustada a las características particulares del alumnado.
En los últimos tiempos se viene produciendo un cambio de mentalidad educativa en virtud del que vamos sustituyendo, casi imperceptiblemente, el concepto de integración por el de inclusión, que viene convirtiéndose progresivamente en el planteamiento educativo más aceptado. Esto está ocurriendo por dos cuestiones fundamentales: en primer lugar la “inclusión, define, de una manera más precisa que la integración, las acciones que desde este ámbito deben realizarse. La educación inclusiva está íntimamente relacionada con la cultura escolar de los centros que puede, sin duda, facilitar u obstaculizar el desarrollo de estrategias curriculares y organizativas que pretendan el desarrollo máximo de los potenciales del alumnado con independencia de sus características o necesidades personales” (Lobato, 2001).
La base de la escuela inclusiva se configura sobre la igualdad, la equidad, la calidad, la cooperación y la solidaridad, fomentando la valoración de las diferencias y entendiéndola como una oportunidad de enriquecimiento mutuo para todos los agentes de la sociedad (Esteve Mon, Ruiz Agut, Úbeda Frades, 2007).
Pero incluir no es, en absoluto, una tarea fácil. Supone provocar cambios de tal profundidad que se hace necesaria la reconstrucción de estructuras organizativas, los trabajos interprofesionales, las propias funciones docentes y las perspectivas conceptuales y de atención a las personas con discapacidad. El gran reto de la inclusión consiste en la construcción de una escuela con la suficiente amplitud en el diseño físico, organizativo y curricular que permita dar respuesta ajustada a las particularidades de todo el alumnado, sin diferencias.
No se trata de realizar adaptaciones y adecuaciones a casos concretos, sino que será el propio centro, a través de su organización y propuestas curriculares, los que deben satisfacer las necesidades de todo el alumnado. Para la escuela inclusiva la esencia es la comunidad educativa que busca y promueve el éxito educativo de todos sus miembros tomando como premisa la facilitación del aprendizaje a través de la participación de todo el alumnado (Staimback, 2001).
Incluir es modificar los contextos para permitir la participación universal. Supone el abandono de concepciones de discapacidad, para reconocer las condiciones especiales que presentan algunas personas y que son trabas para ofrecerles las mismas oportunidades que al resto. En definitiva, una escuela que camina hacia la inclusión, debe adquirir un compromiso de mejora que afecta tanto a las propias prácticas educativas, entendidas como el currículo, como a los niveles de aprendizaje o propio desarrollo profesional y organizativo de la comunidad (Huguet Comelles, 2006). Supone repensar el concepto de necesidades educativas especiales acuñado en España con la publicación de la LOGSE y asumido por todo el desarrollo normativo posterior que deriva de la LOE, para ir introduciendo el de barreras para el aprendizaje, mucho más amplio y no tan centrado en la discapacidad. No se trata de difuminar en el ámbito educativo la discapacidad, sino que, por el contrario esta diferenciación contribuirá a la implementación de una verdadera cultura de escuela inclusiva sustentada por la propia comunidad educativa (Ainscow, 1991) (Ainscow, 2001).
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